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DISCURSO DE PRESENTACIÓN DE LA ANTOLOGÍA “AÑOS LUZ"






Junto a Hugo Correa y Marcelo Novoa durante el discurso de lanzamiento de Años Luz en la Biblioteca Nacional.
Este es el discuros que realicé en el lanzamiento de "Años Luz". Aunque sé que es un tanto extenso, acá lo dejo para compartirlo con ustedes.

“Bajo sus pies, la Galaxia giraba como un disco de brillantes.
A esa distancia, Gottfried tenía la sensación de haberse convertido en un ser de proporciones gigantescas, capaz de abarcar y tomar puñados de soles con las manos.
Isaac parecía estar situado al otro extremo de la incandescente espiral, y aunque su estatura se veía disminuida, le permitía mostrarse nítidamente como el ominoso príncipe de los murciélagos...
¿Cómo llegaron hasta allí? El campeón había subido atravesando la atmósfera, en pos del veloz enemigo, cuando, intempestivamente, apareció fuera de la Vía Láctea, flotando en medio del océano de materia y energía oscura. Respiraba, fue lo primero que le sorprendió; había aire para sus pulmones y hasta para agitar levemente sus cabellos. Newton lo sabía, que el poder alcanzado los colocaba fuera de las leyes de la Creación... Podían manejar la materia a niveles inconmensurables, la propia y la de todo el resto del Universo. Leibnitz no sintió miedo... Esto estaba más allá de cualquier sentimiento humano.
Las demás galaxias, estrellas y conjuntos globulares se movían alrededor, como las imágenes de una lámpara mágica. El Tiempo estaba desatado, y diversos “momentum” se proyectaban en el mismo instante, mostrando los estadios de evolución que había sufrido el Universo. Podía ver el nacimiento, las semillas plasmáticas que se abrían como flores de fantásticos colores; las explosiones e incendios originales enfriándose, hasta dejar sólo los carbones de los soles y el vapor de las nebulosas; miríadas de galaxias que agitaban sus brazos como insectos, alejándose y palideciendo a increíble velocidad.
“Golgonooza”, pensó Gottfried, “el lugar donde limita Ulro, el mundo físico, con las puertas que se abren tras Satán...”
“¿Es demasiado para ti?”, resonó la voz en su cerebro.
El disco bajo sus pies desapareció.
Nuevamente esta en el sistema solar. La estrella madre rielaba y los planetas familiares discurrían lentos en sus órbitas. Pero no era del todo como lo conocía. Era como estar en un modelo a escala del renacimiento. Las esferas habían sido labradas y adornadas con diversos metales y maderas preciosas; exquisitas rosas de los vientos estaban pintadas, e hilos de plata marcaban la latitud y longitud... ¿Habían regresado a la Matriz? No, esta representación idealista estaba construida por su voluntad. Veía a través de las distancias y las apariencias tradicionales. Un modelo artístico no era menos real que el resto de las proyecciones en las membranas del Universo.”
He decidido comenzar con este fragmento de una novela propia, escrita en la crepuscular ciudad de Quillota (y que tiene de protagonistas a Isaac Newton y Gottfried Leibnitz luchando en un universo alterno), para confirmar una vez más que la literatura es un pasaje hacia otros mundos, épocas y personajes insospechados. Sí, quien les habla es un autor de provincia, aparentemente prisionero de un valle rural, un sistema de vida rutinario y sin mayores sorpresas, pero que en forma secreta viaja constantemente, cruzando eras y espacios, hacia universos prohibidos por nuestra técnica, expurgados de lo posiblemente conocido.

El viaje comezó en la infancia. Pertenezco a una generación criada por la televisión, por una imagen del mundo ya no de primera mano, sino condicionada o expandida por los límites de un guión cinematográfico, que nos hace vivir constantemente como en el set de una película o de una serie de ficción. Y fue sin embargo la televisión, a la que tanto se ha culpado de alejar a los jóvenes de la lectura, la que me condujo al insospechado reino de las letras. Pues esas primeras series de ciencia-ficción, tan alejadas de la experiencia cotidiana, me sorprendieron con elementos imposibles de ser descritos, contados con las palabras normales que conocía para nombrar mi entorno. ¿Cuáles eran esas palabras entonces, que permitían expresar lo que mis ojos veían? Descubrí pronto que muchas de aquellas películas estaban basadas en libros escritos por alguien, y me dispuse a buscar esos textos y autores que pudieran enseñarme como explicar tales luces y colores, trajes, máquinas y acontecimientos tan extraños a mi realidad. Me percaté maravillado que sí existían palabras y metáforas para narrar las más alucinantes fantasías, forzando los límites de la imaginación.
“Viaje a las estrellas”, “Perdidos en el espacio”, “Viaje al fondo del mar”, “La dimensión desconocida”, eran series que repetían, sin que yo aún lo supiera, el eterno recontar de los mitos inciáticos, arquetípicos, desde las primeras cosmogonías, los grandes textos religiosos, la Ilíada y la Odisea, comunes a todas las civilizaciones de la Tierra.
Mi generación tuvo la ventaja de asistir al mayor auge y perfeccionamiento de los efectos especiales, disfrutando (como antes lo hicieran otros niños con las aventuras de Stevenson, Salgari, Flash Gordon y las aventuras del Oeste) de historias como “La guerra de las galaxias”, “Blade Runner”, “Dune”, “Terminator”, “Alien”, etc. Una estética nueva, que junto a la madurez del Cómic, ha creado el imaginario colectivo que se impone hoy entre los jóvenes que navegan por la Red y se entretienen con diversos juegos de ordenador.
Niño solitario y refugiado en sombrías bibliotecas, descubrí en la adolescencia a otro recluso, con el que me he ido identificando sin querer, cada vez más a lo largo de mi vida. Howard Phillips Lovecraft, cuya fascinación por lo oculto y su mixtura sorprendente de teoría de la relatividad y brujería antigua, con sus delirantes pesadillas preternaturales y viajes a otras dimensiones, con su lenguaje sobreadjetivado, decadente, del siglo XVIII, terminaron por convencerme de que era posible sortear todos los límites personales, de situación geográfica y entorno cultural, para emprender el mentado viaje hacia donde ningún hombre había llegado antes.
Esto me hizo pensar que para acceder a las estrellas o crear una máquina cuántica, no era necesario ser astronauta o científico de profesión, sino que armado por el estudio constante de viejos códices e inextricables libros de fórmulas, podía llegar más lejos incluso de lo que Verne, Poe y hasta Wells soñaran posible (y por supuesto mucho más de lo que se consideraba en los tradicionales círculos literarios de provincia).
Me decidí a profundizar, y descubrí como preciados libros de téxto, la colección de la mítica editorial Minotauro, junto a antiguos ejemplares de la revista Nueva Dimensión y destartalados Nebulae. Allí leí perplejo a los aún secretos adelantados, que cual artistas y sabios del medioevo, son sus nombres aún susurrados como si de herejes impíos o de científicos locos se tratase.
“Stapledon, Pohl, Simak, Lem, Bester, Dick, Herbert, Ballard, etc.”
Los escritores anglosajones, obviamente han corrido mejor suerte con sus obras, mayormente traducidas y distribuidas que las de nuestros autores nacionales, a los que hoy finalmente se les rescata del olvido en la Antología “Años Luz”, produciendo sorpresa en muchos, casi como al revelarse el controvertido Evangelio de Judas.
Esta literatura subterránea, oculta, secreta, se vuelve hoy actual, necesaria y visible en nuestro país, al ya no existir la excusa de que la ciencia-ficción en Chile no es cultivada por carecer de familiaridad con lo tecnológico.
Marcelo Novoa, el autor de esta histórica Antología, es el primero en realizar una investigación académica, seria, exhaustiva, de todo lo que se haya escrito en ciencia-ficción en nuestro país. Este es sin duda un libro extraordinario, que sabrán apreciar los académicos, historiadores, escritores y lectores en general, publicado por una nueva editorial especializada en el género, que hacía falta en medio del creciente mercado editorial chileno.
Es un honor, para cualquiera de los autores más jóvenes incluidos en este libro, compartir en un mismo volumen las propias historias junto a las de autores nacionales de la talla de Juan Emar, Alberto Edwards, Hernán del Solar, Elena Aldunate, Máximo Carvajal, Hugo Correa, etc., merecidos clásicos que encontrarán una nueva lectura desde un punto de vista crítico, inusual para nuestra literatura: el de la ciencia-ficción.
Desde el principio de la escritura, el hombre ha dialogado siempre con los Dioses, los ángeles y los demonios. La Universalidad de los grandes temas de la literatura se debe a que encierran un conocimiento profundo y variado de la experiencia humana, procedente de una dimensión intemporal. Como una sabia mitóloga, Pamela Travers, observara: “Los mitos nunca tienen un significado único, definitivo y terminante. Tienen algo más grande; tienen un sentido en sí mismos. Si colgamos una esfera de cristal de la ventana reflejará la luz desde todos sus puntos. Así son los mitos; tiene un sentido para mí, para ti y para todo el mundo.”
Podemos considerar la literatura de fantasía y la de ciencia-ficción como dos expresiones significativas, una del mito arquetípico tradicional (el miedo a la noche, la eterna lucha entre el bien y el mal, los fantasmas y monstruos, etc.) y otra del mito tecnológico (la exaltación o el recelo que produce la máquina, tanto como extensión mecánica que potencia las habilidades y logros humanos, como un engendro artificial que, magistralmente sintetizado en “Frankenstein”, termina por destruir a su creador).
La ciencia-ficción ha tocado los temas más candentes e importantes de la actualidad, de manera brillante y aún increíble para quienes no la hayan leído. Lejos de la imagen infantilizada de los robots, naves espaciales y engendros de gomaespuma, la ciencia-ficción adulta bucea tanto en política como en economía, en sexualidad como en religión, en computación como en genética, y un largo etc., más allá de la pura tecnología, sobre sociología, filosofía, sicología y guerra.
La ciencia-ficción, como género, ha alcanzado una madurez notable, en una evolución cuasi paralela a las grandes obras del siglo XX. Bien podemos constatar, al leer a sus autores, que historias extraordinarias precisan de un lenguaje extraordinario.
Entre el siglo XX y el XXI, a nivel mundial, dos son los subgéneros más vistosos de la ciencia-ficción: el “cyberpunk” y el “steampunk”. El primero, con su figura más sobresaliente, William Gibson, es el responsable directo de los conceptos más comunes hoy utilizados por la computación e internet. Gibson es el padre literario de la realidad virtual, del concepto de la Matriz y del de ciberespacio, que tanto ha influido a Hollywood como a toda una camada de escritores. Tal es el caso del chileno Jorge Baradit, con su recientemente publicada novela “Ygdrasil” (en la que acuña para sudamérica el concepto de “cyberchamanismo”. El “steampunk” por su parte (subgénero que quien les habla cultiva) es liderado por autores como Tim Powers o el célebre guionista de cómics Alan Moore, y se define inicialmente como un híbrido de alta tecnología en medio de la edad victoriana, donde los ingenios más imposibles y futuristas funcionan a base de carbón. De improviso, Julio Verne y H. G. Wells parecen actuales, sus barrocos y rechinantes artefactos ocultan nanotecnología. Junto a estrechas callejuelas con carruajes tirados por caballos y alumbradas por luz de gas, deambulan experimento genéticos, realidad virtual y ordenadores cuánticos...
El “steampunk”, creemos, nace de la toma de conciencia del fin de la modernidad, del afán de avnzar en una sola dirección. Cuando ya nos encontramos en el anunciado tercer milenio, rodeados e inmersos en una tecnología que se hace cada vez más difícil de entender, la ciencia-ficción tradicional, aquella de los románticos robots y viajes espaciales, debe ceder su puesto a nuevas fórmulas que sorprendan y abran las mentes a conceptos aún insospechados. ¿Es esto posible? ¿En Chile? Sí, yendo nuevamente hacia donde nadie ha ido antes. Hacia mundos esta vez no más avanzados o más retrasados que el nuestro, sino que hacia una evolución paralela, donde todos los géneros, épocas y maridajes tecnológicos son posibles. Esto hace que finalmente los límites entre la literatura de ciencia-ficción y la clásica se vean borrados.
Para la ciencia-ficción en sudamérica, y específicamente en nuestro país, se ha vivido en una larga edad media, pero los tiempos oscuros parecen estar comenzando a alejarse.
Todo este sueño que hoy parece hacerse realidad, puede ser muy frágil sin embargo, hecho como lo está de la misma materia con que están hechos los sueños, por lo que se hace imprescindible, ahora más que nunca, que los pilares de una horneada de nuevos autores nacionales (entre los que destacan junto a Baradit, Teobaldo Mercado, Néstor Flores, Alvaro Bisama, Pablo Castro, Luis Saavedra, Sergio Alejandro Amira, Miguel Vargas y Guillermo Ríos, entre otros) se ganen las preferencias de los lectores y, en vez de ser una simple anomalía, solitaria, se forme parte de un movimiento donde muchos talentos se vean finalmente acogidos.
Para terminar y parafraseando al ya clásico Borges, podemos decir que la antología “Años Luz, mapa estelar de la ciencia-ficción en Chile”, de Marcelo Novoa, es por ahora “una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que dé con su lector, con el hombre predestinado a sus símbolos...” Ojalá que más de alguno de los presentes sea el lector que este libro aguarda.
Muchas grácias.

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Sergio Meier

Escritor y traductor. Ha dictado talleres y charlas de literatura y es uno de los pocos especialistas en Fantasía y CF en Chile. Ha publicado: “El color de la amatista” (1986). También realizó una traducción apócrifa de H.P. Lovecraft que aún hace dudar a los más fanáticos. Mantiene inéditas las novelas: “Una huída hacia la muerte” y “La Segunda Enciclopedia de Tlön”, la primera novela steam punk chilena.


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